CARPANTA EN EL MUSEO
Texto de una conferencia que pronuncié en el Museo de Cádiz. Mis anfitriones me solicitaron que hablase sobre cómics tomando como pie forzado alguna pieza del museo, lo que hacía obligatoria más de una filigrana puesto que sus salas más importantes están dedicadas a la arqueología clásica y a la pintura del Siglo de Oro, es decir, lo más próximo a la historieta que uno pueda imaginar. La convicción de la importancia cultural del tebeo, que sustentan sus palabras, no exigió, sin embargo, ningún ajuste por estar profundamente arraigada en mi pensamiento.
LA TÍA NORICA
Entre Zurbarán y Murillo, entre Miró y Chema Cobos, la tía Norica sufre un percance taurino en la venta de los Marruecos. Pasar de la pintura eminentemente religiosa que produjo la España sensual, canalla y pecadora del siglo XVII a los experimentalismos de la vanguardia, supone al visitante del museo un cambio de registro menos violento que detenerse a mitad de su recorrido en los cuadros de los teatros de títeres. Al fin y al cabo, las obras pictóricas del Siglo de Oro y las surrealistas o abstractas modernas pertenecen al ámbito de la historia del Arte occidental con mayúsculas, mientras que las marionetas se integran en las llamadas artes populares y constituyen un entretenimiento para los niños, y por lo tanto, se supone, un producto sin ambiciones más allá de proporcionar una satisfacción pueril. Que el museo haya decidido incluirlas en sus salas no dejaría de ser una digresión de la condescendencia, como regalar una curiosidad epidérmica tras la densidad de los pintores barrocos y antes de los vericuetos conceptuales del arte de hoy en día. Y sin embargo, uno contempla la leve agilidad de los dibujos de Alberti y piensa en la infancia del poeta: tal vez fue uno de los muchos niños de la provincia a los que, en prevención de sus travesuras, se les amenazaba con el castigo de no llevarlos a los títeres de la tía Norica. Así que, de pronto, encontramos una conexión entre lo culto y lo popular (que Alberti nunca rechazó), entre la madurez del artista y su infancia, entre el rigor estético y un costumbrismo pícaro e ingenuo que de todos modos ha sobrevivido a los años con bastante más frescura que tantas obras del arte oficial de la época, el peculiar pompiermeridional con sus bandoleros, gitanos, toreros y cigarreras. El títere de la tía Norica se remonta, según los expertos, a finales del XVIII y los cuadros que se exhiben en el museo datan de 1815; sabemos que sus representaciones guiñolescas continuaron hasta bien entrado el siglo XX a juzgar por algún título que se ha conservado de los sainetes, como Batillo artista de cine. Los personajes se mantuvieron a lo largo del tiempo: la tía Norica, su nieto el travieso Batillo, el médico don Retículo Clarines (don Reticurcio en otras versiones), el tío Martín, el tío Isacio… A los niños les encantaban pero sabemos que los adultos disfrutaban igualmente de unos muñecos, que reconocían como caricaturas de tipos gaditanos, y de unas historias que, de manera esperpéntica, no estaban lejos de su propia realidad. Que el teatro de títeres, y concretamente la tía Norica de Cádiz, haya resucitado en nuestros días es una prueba de la resistencia del arte popular a los estragos de los cambios del gusto y de las modas. Y la presencia de la tía Norica en el museo ya no nos parece caprichosa ni creemos que responda a una inclinación paternalista de sus responsables.
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Dos imágenes de títeres de La Tía Norica, a la derecha en el momento que la coge el toro. Fuentes: titeresante.es, Foto de Francisco J. Cornejo (izq.) y cervantesvirtual.com (dcha.) |
Si las peripecias costumbristas de las marionetas han penetrado en las salas del museo, ¿por qué no el costumbrismo de las historietas? ¿No son más recordados Carpanta, Gordito Relleno, la familia Ulises o el repórter Tribulete que la mayoría de las esculturas seudo heroicas (la ecuestre de Franco por José Capuz, tan grotesca en su emulación del Cid Campeador) y cuadros pomposos del arte oficial de la dictadura a finales de los años cuarenta del siglo pasado? ¿No representan Doña Urraca, las hermanas Gilda o Benita la esposa de Don Pío, las frustraciones de la mujer española que nunca reflejaron los textos doctrinarios de la Sección Femenina ni la mayoría de las producciones del cine nacional, y se merecen por tanto un fragmento de nuestra memoria? Los personajes de tebeo, a los que los museos de nuestro país cierran las puertas, poseen la habilidad de introducirse subrepticiamente incluso entre estas paredes. Cerca de la tía Norica encontrará el visitante unas piezas sueltas de títeres más modernos: una ballena, un calamar, Pinocho disfrazado de la bruja Lombriz y Pinocho con Pipo y Pipa y Pulgarcito encaramados a un tronco de árbol. Como todo el mundo sabe, Pinocho es el protagonista de una famosa novela del italiano Carlo Collodi, un clásico de la literatura infantil. El mago de Oz de Frank L. Baum, además de ser el cuento de hadas más famoso de la literatura norteamericana, se ha interpretado como una parábola sobre la corriente política estadounidense conocida como Populismo, y muchos, por otro lado, han leído las peripecias de Dorothy en clave teosófica (Baum tuvo diversas conexiones con las enseñanzas de la inefable señora Blavatsky); del mismo modo, Las aventuras de Pinocho fueron concebidas como una alegoría moral en su primera versión, y no en vano en ella el hijo de Gepetto moría ahorcado de una rama como el delincuente en que se había convertido; el propio Collodi modificó el cruel desenlace –por influencia, según algunos estudiosos, de las doctrinas de la masonería, de la que era miembro–haciendo que el muñeco de madera se transformase en un niño de carne y hueso en la versión que ha quedado como definitiva. El Pinocho original, trazado por Enrico Mazzanti, carecía del encanto de juguete tierno que la iconografía disneyana ha fijado en el imaginario colectivo; aquel Pinocho era más bien desgalichado, de rasgos duros y actitud algo chulesca. Ahora bien, para los españoles la imagen de la famosa marioneta de Gepetto no procedía de las ediciones italianas, ni siquiera de las ilustraciones en color de Atilio Mussino, de perfil suavizado y la más popular en su país de origen, sino de la plumilla del escenógrafo, cartelista, pintor y, como enseguida veremos, dibujante de tebeos, Salvador Bartolozzi, madrileño de pro a pesar de ese apellido que señala la procedencia toscana de su padre. La editorial Calleja había adquirido los derechos de la obra de Collodi y la publicó en español en 1912 con un final inventado que prometía nuevos capítulos. Bartolozzi diseñó un Pinocho sin displicencia desafiante, pero tampoco “lindo” al estilo de la película de Disney, y con la suficiente desenvoltura como para arrostrar los increíbles peligros a que será sometido en la serie de cuentos apócrifos que Calleja irá publicando durante años y en los que Pinocho viajará hasta África y Marte y será futbolista y boxeador, amén de toparse con un enemigo perverso, el malvado Chapete que incluso osará engañar a los Reyes Magos. El éxito inmenso determinará en 1925 el lanzamiento de un semanario infantil con el nombre del personaje que ocupará siempre la portada en una historieta dibujada por Bartolozzi que también se hace cargo de dirigir la publicación. La revista acabó convirtiéndose en un tebeo completo, con abundantes traducciones de material norteamericano de humor, y hasta 1931, en que cierra su andadura, mantuvo Bartolozzi las viñetas de su Pinocho, que en España se identificaba como el único Pinocho verdadero. Para entonces, en 1928 exactamente, en las páginas infantiles de la revista Estampa, Bartolozzi había introducido otra historieta, Las aventuras maravillosas de Pipo y Pipa, un niño y su perrita de trapo que alcanzarían similar popularidad y del formato tebeo pasarían al cuento, al teatro de títeres y por fin al cine de dibujos animados, todo a cargo del prolífico Bartolozzi. Esos mismos Pipo y Pipa son los que acompañan a Pinocho en la sala de nuestro museo.
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A la izquierda, portada del primer número del semanario infantil Pinocho y a la derecha ilustración de un libro de Pipo y Pipa, ambas de Bartolozzi. |
No sé si la ballena que se muestra debajo de ellos se utilizaba para escenificar el episodio en que Pinocho, nuevo Telémaco en busca de su padre, se deja devorar por el cetáceo en cuyo interior sobrevivía Gepetto. Las inevitables referencias al Jonás bíblico y las también inevitables interpretaciones psicoanalíticas no me interesan ahora. Yo creo que estos personajes de tebeo lograron penetrar en el museo escondidos dentro de la ballena. Sobre la legitimidad de que los cómics se asomen a estas casi sacrosantas colecciones de arte volveremos más tarde.
EL PINTOR Y EL HISTORIETISTA
No creo que haya pintor español contemporáneo que más se haya inspirado para su obra en las viñetas de los cómics que el sevillano Ricardo Cadenas. Sus referencias iconográficas van desde los clásicos norteamericanos hasta la escuela belga (en sus dos vertientes: Moulinsart y Marcinelle) pasando por Corto Maltés y el argentino Mort Cinder. A diferencia de muchos artistas pop norteamericanos, en Cadenas no hay paternalismo, comentario irónico, afán de perturbar los valores aceptados al asociarse con formas artísticas menores (lowbrow, se diría en inglés) o una esquinada sociología, la apatía e insensibilidad de la cultura de masas que Lichtenstein pretendía reflejar en la “lógica del sinsentido” de sus lienzos. Cadenas plasma una pasión; y cuando en sus últimas pinturas un obvio homenaje a Rauschenberg o Rothko va acompañado de tiras de Spirou o de las cabeceras de historietas célebres, está haciendo una declaración de principios sobre las falsas jerarquías que establecen los mandarines ortodoxos de la crítica de arte. El entusiasmo con que Cadenas habla, por ejemplo, de los originales de Hergé o de Alex Raymond no es menor que su admiración por los maestros de la plástica. A finales de 2010, una exposición de la Casa de la Provincia de Sevilla recogía una buena parte de la producción de Cadenas relacionada con el cómic. Se le dejó al pintor una pared para que la aprovechara el día de la inauguración dibujando un mural con toda libertad; a lo largo de la jornada fueron apareciendo allí versiones personales de Gaston Lagaffe, Dragon Lady, Flash Gordon… Por la tarde se le acercó a Cadenas un desconocido que contemplaba su trabajo con detenimiento; entablaron amistosa conversación porque el tipo, que dijo llamarse Joaquín Aubert, parecía conocer bien el mundo de los tebeos, y en un descanso de Cadenas salieron los dos en busca de un bar donde a ritmo de cervezas y manzanillas la charla ganó en cordialidad junto al descubrimiento de otras aficiones compartidas. Regresó Cadenas a su tarea acompañado de su nuevo amigo al que preguntó de dónde procedía su gusto por los cómics. “Bueno, yo mismo dibujo alguno”, respondió el tal Aubert que firmaba sus viñetas como Kim. Cadenas lo miró entre el asombro y el regocijo, luego lo abrazó. “¡Pero tú eres el creador de Martínez el facha!”, exclamó y allí mismo le pidió que añadiera a su mural la imagen del popular personaje de El Jueves. Después me comentaría “imagínate, era Kim” con el candor de un actor amateur que acabara de conocer a sir Laurence Olivier. Cadenas no hace cómics y Kim no pinta cuadros. El respeto recíproco entre dos mundos que se han presentado como irreconciliables sólo por intereses espurios, soberbia e ignorancia, me pareció casi un símbolo de lo que yo espero que sea la actitud futura respecto a un arte marginado no por ser de minorías sino exactamente por lo contrario.
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Dos obras de Ricardo Cadenas: “Escáner subjetivo” y “Sinfonía de mentiras”. Fuente: ricardocadenas.es |
Creo que yo me libré hace tiempo del complejo de inferioridad, y la consiguiente necesidad de legitimar su devoción, que el amante adulto de los cómics solía experimentar frente a, digamos, un profesor universitario (a no ser que el amante adulto de los cómics sea precisamente profesor universitario, que los hay). Es curioso que Roland Barthes no se sintiera obligado a justificar su ¿sorprendente? fervor por la lucha libre –poseía el ingenio y la inteligencia para sacar partido incluso de deporte tan trucado–, pero sigue siendo frecuente que un probo registrador de la propiedad, pongamos, que coleccione los antiguos cuadernillos de El Capitán Trueno, se vea forzado a recurrir a los famosos (y más bien absurdos) pedigrís del cómic –aquella urna griega, la ilustre columna de Trajano, la serie Nastasio degli Onesti de Botticcelli–para no arriesgarse al ridículo ajeno. Confieso que en una exposición reciente de Rowlandson, el pintor y caricaturista inglés del siglo XVIII, me sorprendí anotando in mente, con cierta complacencia, el uso que hacía el artista de las filacterias (eran idénticas a las nubes o bocadillos actuales de los cómics) para mostrar fragmentos de diálogo de los protagonistas de sus obras, e inmediatamente sentí rabia por haber incurrido de nuevo en esa superflua búsqueda en el arte del pasado de modelos narrativos secuenciales o empleo avant la lettre del lenguaje de los cómics, como para ennoblecer lo que no necesita marchamo de calidad ni mucho menos permiso de existencia. Pero si me irritan mis recaídas en ese afán de inútil justificación, todavía me indignan más las pruebas de desprecio por un fenómeno cultural que tiene detrás a millones de seguidores. Hace unos años publiqué un texto en el que me quejaba de que las librerías estadounidenses, a diferencia de las belgas y francesas, no incluyeran a los cómics en sus anaqueles. Eso ya ha cambiado. La cadena Barnes & Noble ofrece en cada una de sus franquicias una sección considerable de graphic novels, y me temo que sea el prestigio de la palabra “novela” el que ha introducido a las viñetas en esos negocios de la cultura. Pero los museos, que han integrado el cine y la fotografía, continúan resistiéndose a las historietas salvo en casos aislados y por motivos excepcionales (como un premio Pulitzer en el caso de Spiegelman o el deseo de trazar paralelismos entre las pinturas pop y los cómics que las inspiraban). Comenté en su día que el repaso antológico que realizó el Whitney Museum en 1999 y 2000 del arte americano del siglo XX y su relación con la sociedad de donde surgió, sólo incluía dos muestras de cómics: una plancha dominical de Feininger para que captásemos las desdichas del pobre artista que se rebajó a las historietas para sobrevivir, y en una vitrina un ejemplar viejo de Superman como preámbulo, una vez más, a las obras, estas sí interesantes, del pop-art. En octubre de 2011 el Museo de Brooklyn inauguró otra exposición, magnífica por otra parte, titulada Youth and Beauty. Art of the American Twenties. Como se habrá deducido, la muestra se centraba en el arte realista de los “felices veinte” y en especial en aquellos pintores, escultores y fotógrafos que rendían culto a la liberación del cuerpo, a la belleza física y al mismo tiempo a los maquillajes de Hollywood; así, encontrábamos el glamour falsamente bohemio del retrato de Gloria Swanson por Nickolas Murray a unos pasos de la falsa naturalidad de los desnudos femeninos del gran Weston. Junto a las artes canónicas, el cine, la danza, la publicidad, los paisajes industriales urbanos, el Renacimiento de Harlem, las novelas de la generación perdida y el jazz ocupaban su lugar en este recorrido por una década prodigiosa en su mal fundado optimismo. Los cómics, no. ¿No habían reflejado las fastuosas páginas dominicales en color y las tiras diarias de la prensa la relajación de la moda en el atuendo de la mujer, la desaparición de fajas y sostenes en beneficio del escote generoso y la falda corta? ¿No se habían enterado los dibujantes de historietas del acceso femenino al mundo laboral, del magreo juvenil en los asientos de automóviles, de la reciente devoción por las playas y el descubrimiento de los baños de sol? Claro que sí. Los cómics habían sido invadidos por lasflappers –muchachas jóvenes de breve faldilla que bailaban el charlestón con frenesí–, taquígrafas de pelo a lo garçon y secretarias con el look de Louise Brooks [1]. Me pregunto si no tuvieron mayor repercusión social estas chicas de los cómics (de popularidad sólo comparable a las estrellas de cine), cuyos modestos avatares eran seguidos por millones de lectores, que algunas pinturas, de reducido relieve ya en su tiempo, desenterradas de sus almacenes por el museo de Brooklyn para ilustrar un panorama de la obsesión juvenil americana de hace noventa años.
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Portada y muestra del interior del último libro de Martínez el facha, “¡¡Esto se hunde!!”, de Kim. Fuente: coleccionistatebeos.blogspot.com |
DON PACO
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Portada y primera página de El Tigre de la India nº 1 (Acrópolis, 1962), de F. Ordóñez. |
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Páginas 7 y 10 de El Tigre de la India nº 6 (Acrópolis, 1962), de F. Ordóñez. |
CUARENTA AÑOS DESPUÉS
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Cuadro de Ricardo Cadenas titulado “La mirada falsa”. Fuente: ricardocadenas.es |
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Una viñeta de Carpanta, de Escobar |
NOTAS
[2] Para los interesados en los tebeos españoles de aventuras entre 1939 y finales de los sesenta es imprescindible consultar el estudio más amplio dedicado hasta la fecha a este formato: Tragados por el abismo,de Pedro Porcel, Edicions de Ponent, 2011.
[3] No fue Acrópolis, con sus diversos nombres, el único, ni siquiera el primer sello editorial andaluz dedicado a los tebeos. Ya en 1954 surgió en Málaga Ediciones Manraf que dirigía Manuel Rodríguez del Toro, y que llegó a publicar nueve colecciones distintas, aunque la de mayor duración, Farolito, hoy una rareza para coleccionistas, solo alcanzó nueve números. Habría que mencionar también los suplementos de historietas de la Prensa del Movimiento: Chaveas, que apareció en La Tarde de Málaga desde 1943 y todavía languidecía en 1948; Pituso en Odiel, de 1945 y breve vida (no pasó de los diez números); y Peques y A mis peques de Córdoba, que durante un tiempo estuvo casi en su totalidad realizado por José Alcalde Irlán, suplemento que se prolongó inverosímilmente hasta la democracia. Debo esta información a las investigaciones sobre el tebeo andaluz de Manuel Barrero.
Nota a la nota de la nota. Me comunican de Tebeosfera lo siguiente: E.C.E. son las siglas de Editorial Católica Española. Además, hubo otro tebeo editado a caballo de los cuarenta y los cincuenta, Rosina, de Ediciones Patrióticas, que en realidad fue un sello gaditano que publicó algunos cancioneros, misarios, guías de Semana Santa y otras publicaciones en Sevilla.
[4] En 1980 el Ayuntamiento de Cádiz publicó el cómic Fermín Salvochea con guión de Marín y dibujos de Olivera
CARPANTA EN EL MUSEO (TEBEOSFERA, SEVILLA, 13-II-2013)
Publicado en: TEBEOSFERA 2ª EPOCA 12
Notas: Texto de la conferencia celebrada en el Museo de Cádiz el 17-I-2012 en la apertura del ciclo ‘Voces en el Museo’.